“Dicen que en los reinos olvidados pierdes el corazón…”
Cuando mi turbada mente emergió de ese horrible letargo me
di cuenta de que nada cuanto conocía era cierto. El mundo que me había visto
crecer no era más que una farsa, una comedia interpretada por los mejores
actores, pues ellos mismos estaban convencidos de que su papel formaba parte de
su esencia, cuando no podían estar más equivocados.
Ahora me encontraba tras el telón, y la función vista desde
fuera resultaba aún más absurda y cómica de lo que asemejaba en el escenario.
Adivino os preguntáis qué acontecimientos me hicieron
cambiar mi parecer para estar convencido de que el mundo ya no era el mismo; o
mejor dicho, el mundo permanecía impertérrito, eran mis ojos los que habían
cambiado.
Reyes, duques, emperadores, todos creían tener el poder de
gobernar nuestras míseras vidas, oh infelices, no imaginan que no son más que
títeres en manos de entes muy por encima de sus infames ánimas. Nosotros, los
hijos de Hugin, tan solo éramos una pieza de ese puzle cósmico, un pequeño fragmento,
pero al igual que en los rompecabezas más grandes, a veces, una pieza basta
para que todo falle, y sí, nosotros éramos una pieza muy especial, que aún
diminuta comparada con el extenso puzle, nuestros actos podrían desatar el caos
más temido, el mayor de los males, la maldición más temida por el hombre: el
olvido.
Eso era lo que nos diferenciaba del resto de humanos,
incluso del resto de seres que habitan este inmundo planeta; poseemos el poder
de arrebatar con solo desearlo aquello que atesoras en tu cabeza con afán, lo
que fuera tu más preciado tesoro: tus recuerdos. Una canción infantil, tu
primer beso, incluso el paso de la persona más especial para ti por tu vida, o aún peor, tu propia existencia; todo ello
puede ser borrado de tu mente. Devoramos esos recuerdos, como la sanguijuela se
adhiere a tu piel para extraerte la sangre, esta es el elixir de la vida según
algunos… ¡Valientes ignorantes! No saben lo que es sentirse vacío, solo, desamparado, observar impotente como tu paso por el mundo jamás dejó huella,
tan solo porque nadie te recuerda, ni tú mismo sabes quién eres. Te aseguro
amigo que en ese instante, la sangre es un bien que no vale nada. Y es que el
mayor temor del hombre es ser olvidado, todo lo que hacemos, todo por lo que vivimos
está destinado a esta vana causa; deseamos ser como Mozart y pasar a la
historia con una bella melodía, o como Shakespeare y dejar un legado de
hermosos escritos, que al pasar los siglos alguien, aunque solo sea una
persona, cada vez que contemple nuestro regalo para el mundo recuerde cuanto
menos nuestro nombre.
Es asombroso como se puede borrar nuestra existencia,
nuestro paso por la Tierra con la fuerza de un suspiro, asombroso, sí, pero
sobretodo es aterrador. No queremos
morir, deseamos ser inmortales, ya sea en vida, a través del ánima creando
múltiples y a en ocasiones descabelladas religiones, o con nuestros actos.
Esta es la causa que provocó la creciente angustia que florecía
desde mi esófago; al principio solo sentía pena, pena por mí y por mi hermana,
pena por mis desgraciados progenitores, pena por todos los habitantes del
mundo, que parecían no ser capaces de despertar de la ensoñación a la que
estaban sometidos.
Enseguida la pena se transformó en odio, lo focalicé en mis
captores, en aquellos ruines truhanes que me habían arrebatado la vida, y de
pronto descubrí lo farsante que había sido conmigo mismo. Yo fui quien deseaba
cambiar a toda costa, yo fui quien deseo la muerte de mi padre, yo fui quien
acudió a las puertas del mismísimo infierno pidiendo ayuda, yo y solo yo, nadie
más.
Tras esta idea comencé a odiarme a
mí mismo, a mi estupidez, a mi ignorancia y a mis impulsos irracionales, pasaba
los días repugnado, mirando mi reflejo en alguna laguna preguntándome: ¿Cómo
pude ser tan estúpido? ¿Cómo pude caer en la trampa? Yo que era el cazador me
había transformado en la presa. Así que decidí no volver a cometer el mismo
error, mis deseos no importaban, mis problemas no importaban, mi vida había
dejado de existir hace mucho, no me quedaba nada.
En la nada me hallaba, y ya en la nada decidí encomendarme
al único que no me había fallado jamás, cerré mis ojos y recité mis oraciones. Mas esas oraciones jamás fueron pronunciadas
por mis labios, mencionar siquiera a Dios me provocaba nauseas; mi mente se
bloqueaba en esa idea, no era capaz de concebirla. Y eso fue lo peor, caí en la
más profunda y negra oscuridad, yo que estaba muerto sentí frío en plena tarde
de agosto, mas no era un frío corriente, era el frío de la soledad. Dios me
había abandonado, me había dado la espalda, estaba completamente solo.
Desamparado como me encontraba decidí tomar la última
decisión egoísta de mi vida, acabar con mi existencia dejando atrás a mi
hermana, lo único que me quedaba. Pero no me pareció tan horrible la idea
entonces, continuar en este mundo me parecía una experiencia miserable. Así que
me encaminé al puente más próximo y me dispuse a saltar al lago seco, pero fue
en el vacío cuando la sombra de la duda me invadió, y fue en el suelo cuando la
certeza de la verdad me golpeó como el más terrible de los mazos dando vida a
la peor de las respuestas.
Era inmortal.
ALELUYA ALELUYA!! Yo veo una película de esto, Marta ya sabes que tienes todo mi apoyo.
ResponderEliminar“Dicen que en los reinos olvidados pierdes el corazón…" Me acabas de dejar un trauma con la frase...
Por otra parte, sabes que me encantan todas estas cosas y seres oscuros, los amo y haces una historia exclusivamente de eso, aaay la bella Marta, la dulce bella y oscura Marta.
Y por último me he reído cuando se tira del puente, es que entiéndelo, yo tengo una imaginación muy grande y me he imaginado al chico saltando mientras dice "Gerónimoooooo" xD yo tq
¿Puedo decirte Virginia que me diste miedo con tu comentario? Pero bueno, me alegro mucho de que te haya gustado de verdad. Ya veremos como prosigue :))
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